Artículo de fondo maestría: Primer lugar
Por: Hugo Roca Joglar, alumno de la maestría en Periodismo y gestión cultural
El día en que el padre de Rodolfo Serrano murió, en Madrid estaba lloviendo. Había sido albañil, aunque en los últimos años no sólo había olvidado su antiguo oficio, sino también dejó de reconocer a su hijo. Cayó un rayo en la Puerta de Toledo y Rodolfo Serrano se dio cuenta de algo: su necesidad de documentar testimonios y narrar historias a través del periodismo era su forma de abrazar la demencia de su padre. Esta idea me resulta fascinante. Me reflejo en ella: yo también estudié periodismo como un compromiso con la memoria.
Sigo leyendo “Un oficio de fracasados” (Colección Kiosco, 2017) de Rodolfo Serrano y constantemente me atraviesa esta sensación de ser espejo: he vivido lo que él cuenta. Pido perdón y confieso; como periodista mentí, manipulé y engañé; evadí, ignoré y desprecié; fui tonto, necio y arrogante. Y así, siendo, sabiéndome, un ser despreciable, ¡me creía digno de explicarle la realidad a las otras personas!
Por fortuna fui un niño mimado. Aprendí a tocar piano a los cinco años y durante la adolescencia desarrollé una pasión por leer biografías de compositores. Por lo tanto, mi prioridad periodística siempre fue explicar una realidad abstracta: la de la articulación sonora.
Explicar, por ejemplo, que a través de la tecnología es posible manipular los parámetros del sonido hasta convertirlo en materia. Entonces ya no es necesaria una orquesta. El compositor está en contacto directo con su obra, puede amasarla, como si de un escultor se tratara, en tiempo real por medio de una computadora. De ahí que la electroacústica sea quizá la más importante revolución musical de la historia.
Explicar, por ejemplo, que Tristán e Isolda comprenden que su amor es tan absoluto e intenso que pone en riesgo la estabilidad del universo entero y la única forma de vivirlo es más allá de la muerte. Para narrar eso con música, Wagner rompió el sistema tonal y por primera vez en su arte se filtró ese lenguaje enigmático, angustiante e incierto que a principios del siglo XX se conocería como atonalidad.
Recuerdo con tristeza estas cosas. Trabajé en ellas con pasión durante 13 años en los que publiqué 982 artículos sobre música clásica; incluso tuve mi propia columna. El periodismo cultural a cambio me dio premios, pero jamás la posibilidad de tener una vida digna. Y todo terminó conmigo cayéndome borracho de noche en la sierra mixe tras haber entrevistado a una soprano. “Gatopardo”, el medio que me pidió la entrevista no quiso pagar ni un peso para sanar mis tres costillas rotas.
Renuncié al periodismo porque casi me muero y las deudas comenzaron a provocarme ataques de pánico. Sentí que se trataba de algo personal que el destino tenía conmigo. Una especie de condena. De pronto me doy cuenta de que no. Que no soy especial. De hecho, todo lo contrario: el periodismo es un oficio de fracasados.
Si hubiera leído antes a Rodolfo Serrano, ahora sería un hombre mucho más alegre y sano. Me hubiera ahorrado toda esa sed amarga que sólo supe saciar en interminables correrías de mezcal, vino y cerveza en cantinas malhadadas. Sin embargo, sonrío al leer su libro. Sonrío porque en realidad estoy mintiendo: no cambiaría mi pasado periodístico. Ser un fracasado te permite saberte nada, entregarte a la oxidación ya sin resistencia. Y no hay nada más hermoso que deambular en la realidad siendo un fantasma.
Rodolfo Serrano narra los aspectos más siniestros del periodismo y los periodistas en su libro “Un oficio de fracasados”. Por momentos, las escenas son profundamente nostálgicas: oscuras redacciones del siglo XIX, masculinas, nubladas de humo de tabaco y el peligro de la tinta en los dedos, y por momentos resultan contemporáneas; ante la inmediatez de las redes sociales, un periodista ya no puede aspirar a la primicia, sino a la profundidad.
Por un momento creo entender, con decepción, que la intención de Rodolfo Serrano es narrarnos la sordidez del periodismo, el fracaso de la gran mayoría de los periodistas, para que nos demos cuenta de que él es exitoso, que él es un triunfador, que él es quien es en el diario “El País” porque es especial. Pero no: lo narra en primera persona y siempre dispuesto a confesar que muchas veces él mismo ha sido una persona despreciable.
Y al cerrar el libro creo entender que la intención del libro no es ególatra, sino generosa: El oficio de periodista es sombrío, cansado y muchas veces cruel, pero toda esta tristeza permite que abrazarlo sea un acto poético. Por ejemplo, hacer del sonido la materia prima del reporteo. Por ejemplo, recuperar la memoria de un padre que dejó de reconocerte y el día en que murió en Madrid estaba lloviendo y cayó un rayo en la Puerta de Toledo.