Sympathy for the subway
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Diálogos

29 Jul, 2024
En el metro sale mi incomodidad e inadaptabilidad que siento por la sociedad mexicana del siglo XXI. Desconozco si ese sentir, en el fondo, es un enojo con la persona en que me he convertido, resultado de encontrarme con otras morales en el camino.

Ensayo periodístico licenciatura: Segundo lugar
Por: Sebastián López Fuentes

Al principio de la pandemia por el Covid-19 conocí a una chica de clase social acomodada. Su madre no le permitía viajar en metro. La chica, a sus veintitantos años, no conoce el olor sudoroso de los hombres por el calorón; los gritos regañones de los polis porque nomás los pasajeros no entienden las reglas del Sistema de Transporte Colectivo; las miradas fugaces de aquellas personas que nos parecieron atractivas; el estrés por llegar al lugar de estudios, trabajo y hogar y todas las anomalías que sólo un país como México puede obsequiar.

No sabía si reírme o apenarme de la situación de la chica, pues desde que la memoria me fue heredada, todo citadino que se respeta ha viajado en el metro. Afortunadamente, la chica y yo no nos interesamos en el otro. Desde ese momento supe que mi lugar no era con personas de mayor clase social que la mía.

Los primeros recuerdos que tengo viajando en el metro remontan a mi época más punk: la preparatoria, posiblemente el mejor ciclo académico que he vivido. Mi preparatoria estaba saliendo de la estación Viaducto, de la línea 2 o, para los chilangos, la odiada línea azul, con dirección a Tasqueña.

Desafortunadamente (o afortunadamente, no lo sé) tengo 22 años viviendo cerca del Centro Histórico de la Ciudad de México, por lo que gozo de ciertos privilegios para transportarme de un lugar a otro, ya que estoy en un punto medio. Para ir a la prepa tenía que subirme en la estación Pino Suárez y contemplar la hermosamente contaminada ciudad por solamente dos estaciones. Así de rápido era mi recorrido de ida y vuelta.

El metro, en ese entonces, no se tardaba en llegar a cada estación, tampoco se aglomeraba de pasajeros y mucho menos causaba una sensación de estrés. Al salir de la preparatoria lo hacía en conjunto con mi amigo de años (que era parecido a mi primer amor o, para no ridiculizarnos ambos, mi segundo hermano), un médico cirujano que siempre me contaba historias de medicina que no me interesaban, porque no les entendía; si le hubiera puesto atención, probablemente ahora estaría desvelándome, estudiando cómo suturar una herida sin preocuparme por el futuro; no conozco a ningún doctor que gane menos que un periodista.

El metro era nuestro lugar de reuniones; en el camino conversábamos sobre la banalidad y ridiculez de la vida; él y yo venimos de la misma realidad: padres pobres, autodidactas con grandes metas, apasionados por lo que nos gusta, jodidos económicamente, feísimos a más no poder y con un corazón tan idiotamente noble que no nos permitía decirles a los pasajeros injustos que nos dejaran tanto subir como bajar del vagón.

A mi amigo le molesta que la juventud se siente en los asientos de la esquina reservados especialmente para las mujeres embarazadas, las personas de la tercera edad y todos aquellos que lo necesitan por alguna lesión como un esguince o una fractura; a mí me molesta que los pasajeros siguen sin entender que para subir deben quitarse sus mochilas y ponérselas enfrente para que haya más espacio al bajar, entre otras y otras cosas más. 

En el metro sale mi incomodidad e inadaptabilidad que siento por la sociedad mexicana del siglo XXI. Desconozco si ese sentir, en el fondo, es un enojo con la persona en que me he convertido, resultado de encontrarme con otras morales en el camino; los pasajeros que no se forman y piensan que el empujar a los demás es una acción rebelde y necesaria; los arrimones de los que todos nos debemos cuidar; los robos de los celulares o carteras; las horas infinitas que esperamos para subirnos al vagón y que este arranque; los pocos segundos (cinco en total) que te da el mismo para subir; la falta de aire dentro de él y más en épocas de calor; el servicio atascado; los empujones de desesperación… En el metro normalizamos la violencia y los estragos de los males del gobierno –sea quien sea el partido dominante.

Para mi mala suerte, en la adolescencia las pocas novias que llegué a tener eran del Estado de México, así que tuve que enfrentarme a algunos retos; visitar lugares, en ese momento, desconocidos para mí, sobre todo, viajar en estaciones que también desconocía; la línea morada o línea nueve; la línea verde o línea ocho; la línea dorada o línea doce; viajar en combi y en Mexibús (su pasaje es más caro que los transportes públicos de la ciudad: entre nueve y 15 pesos). Después de esas experiencias encontré a mi compañera de vida, Celes, y no fue la excepción: vive en el Estado y gracias a mis efímeros vínculos del pasado, ya tengo un cierto entrenamiento cada vez que la veo, al punto que vivo en dos realidades: la central y la foránea.

El metro es mi sentido de pertenencia como mexicano. Diariamente me quejo de sus fallas y sus pasajeros; sin embargo, en el fondo lo aprecio; ha sido testigo de mis acontecimientos de vida; el metro es espectador de las 129 millones 105 mil 656 personas (de acuerdo con Population Today) que hoy conformamos a México.

El metro es una conexión entre la banalidad del bien y del mal; ha arrebatado vidas; otras dejan la muerte en sus manos; es la huella del paso de los años de la nación; su estado, sea benéfico o abominable, habla del país desde otra vertiente: el microcosmos. Si el metro es una construcción a medio terminar, México lo es también. Si el metro es rápido, vivimos en tiempos donde abunda la velocidad de la cotidianidad. Si el metro es lento, nos hace falta hacer una pausa y pensar en el punto en que estamos parados individual y colectivamente. 

Del metro se ha escrito con compulsión, ha sido escenario de los cuentos de José Agustín; referencia de la aburridísima academia literaria; lugar de inspiración para las voces narrativas jóvenes que van allende de ella y, como dijo Carlos Monsiváis, parafraseándole, la Ciudad de México le da un motivo de escritura a los narradores.

El metro ocupa un lugar en mi malísima primera novela; habla del cariño que le tengo a este transporte. No puedo escribir de un sitio del que no he experimentado lo suficiente para retratar sus momentos más surrealistas como lo es México, así lo calificó el fundador del movimiento surrealista André Breton. No puedo usar la primera persona si el ambiente no me incluye. “Pleased to meet you, Mr. Metro. Hope you guess my name.”

Categorías: Diálogos
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