Cuento: Segundo lugar
Por: Jorge Alejandro Medellín Hernández
La conoció en la obscuridad; entre gemidos, movimientos invisibles y el calor de los cuerpos. Muchos años después la seguía buscando mientras caminaba de la mano de su madre, resbalaba los pies por el pasillo y terminaba sentado en el sillón de las tardes, escuchando a los demás enfermos del hospital en su propio mundo.
“Tu sólo entra y diviértete, déjate llevar”, le dijeron la primera vez que entró. Nunca pudo hacerse a la idea del tamaño del lugar, ni cuántos había. Mucho menos que hacían en su rincón de penumbras, cobijados por su manto negro de anonimato. El inconfundible olor amargo a sudor y semen llenaba la sala. Al principio se arrimó a la pared como un niño y cerró los ojos, aunque eso no hiciera diferencia. No podía soportar la idea de no ver lo que ocurría más allá. Se sintió observado, encerrado, solo; empezó a llorar. A gatas y palpando lo que tuviera en frente se volvió a buscar la salida, sólo quería ponerse la ropa y ver algo de luz.
Entonces, escuchó dos clics. Los distinguió entre aquella orquesta de instrumentos vivos. Dos clics, estaban más cerca. Dos clics hizo él, un juego entre la lengua y las muelas. Dos clics, una mano tomó la suya. Dos clics hicieron ambos y empezaron, tomaron el ritmo y se dejaron llevar.
En ese momento lo entendió, el placer del misterio, el juego en las sombras. Ella dirigió los dedos de él hasta su boca, donde jugó con ellos como una paleta y después los encaminó a su vagina. Bajó él después, ya con la boca escurriendo y exploró los muros de aquella caverna húmeda. No supo si fueron minutos u horas, pero recorrió cada rincón de su cuerpo como un ciego en un laberinto.
Perfectamente podía tener entre sus brazos a una modelo o a la mujer más fea del mundo, eso ya no importaba. No importaban los otros, ni el mundo, ni la imagen concebida de hermosura. Allí no había juicios, ni mentiras, ni apariencias, sólo formas, texturas, olores, sonidos; sólo había un gran secreto guardado en un silencio mutuo. Pronto, más personajes se sumaron a su ritual, arrastrándose en búsqueda de otros seres. Ya no había hombres ni mujeres, sólo cuerpos explorándose. En un pequeño respiro, él preguntó por su nombre. “Aquí no tenemos nombres, pero si quieres encontrarme, ya sabes cómo llamar”, dijo ella mientras lo dejaba con ellos; de dos clics se despidió.
El volvió al día siguiente, a la semana, al mes, por años a sentir su cuerpo. Dos clics con la lengua y poco a poco se encontraban como murciélagos. Habría de arrepentirse por siempre de no haberla arrastrado a la luz, pues cuando el secreto se reveló y el lugar cerró, la perdió.
Desnudó a cientos de mujeres y pasó las madrugadas recorriendo las calles buscándola, pero no importaba cuantos clics musitara, la señal jamás fue correspondida.
No bastó con huir de la luz, ni de los rostros; no sirvió volverse a la noche, ni dejar su hogar en tinieblas, ni siquiera el ácido que derramó sobre sus ojos, la obscuridad nunca devolvió el llamado. Antes de que la visita de su madre terminara y lo dejara en su habitación, él la tomó de la mano y la acercó. “Ella escuchará el llamado, estoy seguro”, le dijo al oído. “Seguro que sí amor, ahora duerme”, le dijo con lágrimas en los ojos antes de apagar la luz, aunque no hiciera diferencia. Ya en la cama, en su pequeño rincón de obscuridad, comenzó. Dos clics.
Dos clics pronunció en silencio, dos clics sonaron en la habitación de al lado, como un llamado, dos clics en la de enfrente, un juego entre la lengua y las muelas, dos clics sonaron a lo largo del pasillo, dos clics por los corredores, dos clics irrumpieron el silencio de la noche, dos clics pronunció su madre en silencio mientras cerraba la puerta de la habitación. Dos clics, dos clics.