Ensayo: Primer lugar
Por: Sebastián López Fuentes
Los ocupamos para alejarnos de nuestra realidad y encontrarnos con nuestras inquietudes, nuestros miedos y anhelos. Alejandra Pizarnik lo expresó mejor que yo en sus diarios, pero simplemente la parafraseo. La poesía puede y debe ser portátil. El cine es estático y también está en movimiento: traspasa barreras y sus historias quedan enmarcadas en la memoria.
Leemos «Soy vertical, pero preferiría ser horizontal» y así terminamos con «Entonces quizás los árboles me toquen por una vez / Y las flores, finalmente, tengan tiempo para mí». No sólo estamos leyendo el testimonio y la voz poética de una persona, sino la de varias que se han ido identificando a lo largo de 90 años con aquella joven nacida en Massachusetts.
Y es que no sólo existió una Sylvia Plath, existen diferentes Sylvias en cada persona. Cuando nuestro entorno nos lanza sus mejores cartas y participamos en el juego, recurrimos a la Sylvia poeta, a la Sylvia becaria y estudiante, a la Sylvia periodista de modas, a la Sylvia profesora de inglés, a la Sylvia hija, a la Sylvia madre, a la Sylvia esposa y a la Sylvia que escuchaba a Frank Sinatra y criticaba las pinturas de Picasso solo por pertenecer a un grupo.
Pero entre todas hay una Sylvia que se esconde en sus diarios y en su novela. Supe de ella cuando vi un largometraje de Bergman.
El título me causó intriga y cierta sospecha de su temática. Secretos de mujeres, se llama dicha historia, estrenada en 1952. La trama consiste en que tres esposas esperan a sus maridos en una casa de campo.
Todo me recordaba a una persona, ese alguien que esperaba a su marido poeta que estaba viviendo la vida bohemia mientras ella cuidaba de sus dos hijos. Fue despojada de su derecho y beneficio como artista. Aunque, conociéndola por medio de su pluma, posiblemente no le habría gustado estar rodeada de desconocidos y fingir una sonrisa cuando por dentro había un sentimiento gris.
A la Sylvia cinéfila es difícil encontrarla, sobre todo, en tiempos inmediatos. El primer registro de esta la podemos leer en las cartas dirigidas a su madre, a amistades, a parejas, a suegros y a editores.
A su madre le dijo que escribiría un poema tomando como inspiración aquella película de Bergman, uno de sus directores favoritos; sus historias confesionales le inspiraron a escribir una de sus mejores piezas poéticas. “Tres mujeres” es un poema que contiene tres voces. Tres mujeres que reflexionan sobre la maternidad, la vida y sobre el ser en un contexto patriarcal. Es el poema de Plath que más imagen produce. Al leer cada una de estas mujeres nos imaginamos su pasado aun sin conocerlas, sabiendo que son creación de un despertar de la hora azul, la misma que aparece en la madrugada y que fue una característica en la escritura de Sylvia, ya que trabajando como madre y poeta a las 4 de dicha hora, casi al amanecer, era perfecto, porque el silencio es uno con la creación. Es evidente la relación que ambas obras tienen.
Para la colección de Criterion, el cineasta estadounidense Kogonada, quien nació en Corea del Sur, realizó un videoensayo que lo tituló “Espejos de Bergman”, en donde junta fragmentos de los proyectos de Ingmar, haciendo énfasis en los espejos y la manera en que sus protagonistas habitan un cuerpo que les da seguridad e inseguridad al mismo tiempo.
Saben las batallas que ganaron con su piel, pero también sus derrotas. En un fragmento del videoensayo observamos que una chica escribe “solitaria” en el espejo, reflejando el sentir de toda una vida.
Estando con hermosas flores, apenas y la raíz de la solitaria crece. Esto mismo pensaba Plath como una manera de expresar su desgaste y preocupación emocional. Kogonada pone el poema “Espejo”, de la poeta, como fondo de todo su videoensayo, creando una cercanía con el espectador detrás de la pantalla y el personaje que le avisa sobre su tragedia.
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La poesía nos permite conocer sin conocer. Esa magia es única de una imagen poderosa que se consigue a partir de un acercamiento a la ficción y no ficción. No podemos saber cuál es la realidad. Periodistas, filósofos, sociólogos e historiadores la buscan todos los días. Lo que obtenemos es una mirada, que debe ser honesta, precisa, clara, tierna, cruel, que denuncie, pero que también acompañe. El cine da pauta a una reflexión sobre el existir. El yo en el cine y en la poesía reúne las diferentes voces de la cotidianidad individual para hacer algo más, la cual es una piscina vacía y llena al mismo tiempo.
«El poeta se alimenta de la realidad», dijo alguna vez Borges en un programa del periodista español Joaquín Soler Serrano. Realidad es todo lo que escuchamos, leemos, conversamos y vemos.
Observamos historias de personas tanto en el espacio físico donde estamos como en una narrativa ficticia en una pantalla grande. Al ser espectadores debemos tener sensibilidad.
Saber qué posición ocupamos en el asiento de un realizador o una realizadora. Como espectadores también debemos saber transmitir lo que no decimos. El cine reúne, desune, conversa, justifica, critica y halaga. Es una experiencia. Y la experiencia se comparte por medio del lenguaje. No importa el tipo. Importa que el mensaje llegue de un emisor honesto a un receptor dispuesto a escuchar. Esto se logra con la poesía. La poesía y el cine han estado más cerca de lo que imaginamos.
A menudo escuchamos «esta película es muy poética», pero ¿qué quiere decir exactamente? Posiblemente sea un calificativo más a una obra. Lo cierto es que con la dictadura de Mussolini ya había cineastas italianos interesados en combinar cine y literatura, creando el “cine de poesía”, que constaba de usar imágenes, la mayoría sin diálogos, en donde la cámara retrata lo más fiel posible la base.
Esto lo aprendió Jean Cocteau al hacer cine. Más que aprender, diría que lo ejerció de manera natural. Se podría catalogar como genio. Aunque era más una persona curiosa que aprovechó todos los recursos como la poesía para hacer un cine que viaja a través de los sentidos de las personas.
Plath conoció a Cocteau y se enamoró de su actor estrella: Jean Marais. El erotismo de cada una de sus imágenes llegó a reproducirse en la escritura de Sylvia, especialmente en aquellos poemas dedicados a Ted Hughes.
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En una noche, Sylvia salía acompañada de Bob, un amigo que le brindó seguridad, calor, descanso y confianza. Plath le abrió su alma sin temor. Necesitaba de alguien y, a pesar de haber vivido momentos con Bob, no lo había encontrado. Sylvia estaba afectada por la ruptura sentimental con Emile, un chico que la hizo sentir sensaciones físicas muy intensas. Se alejó de él, porque no podía, en sus palabras, ser un capricho verdadero. Los días pasaron y Plath seguía saliendo con Bob. Su amistad se estaba convirtiendo en algo más. Se agarraban de la mano. No necesitaban de las palabras, sus miradas ya lo decían todo, como un atardecer nos evoca cuando lo vemos y fotografiamos.
Contó Sylvia que una vez saliendo con Bob después de ver una película, hubo un silencio amoroso, como nos deja un final de Truffaut o Varda. Ella se fascinó y decepcionó con el tecnicolor, el cual es un proceso cinematográfico que se inventó en 1916 y se mejoró en años posteriores.
Cuenta en sus diarios, después de una cita con Bob, que «la música animaba a la calle y los marineros eran como los extras de una película musical en tecnicolor».
En su primera y única novela, La campana de cristal, expresó: «Odio el tecnicolor. En una película en tecnicolor parece que todo el mundo se siente obligado a llevar un modelito nuevo en cada escena y posar como un perchero con un fondo de árboles muy verdes o trigo muy amarillo o un océano muy azul que se pierde hasta donde alcanza la vista». Después, Esther Greenwood, el alter ego de Plath, seguiría con su crítica de la película que vio: un romance de futbol.
Sylvia a menudo quería vivir la vida de las protagonistas de las películas que veía. Cuando vio Adiós, mi amor, de Vicent Sherman, estrenada en 1951, deseó ser como la heroína de la trama: una joven que fue expulsada de la universidad y veinte años después se encuentra con su amor platónico: su profesor. Una reconciliación de aquello que abandonamos. Sylvia quería reconciliarse con todo lo que abandonó. No me refiero a sus romances o familiares, sino a sus antiguas versiones que la hicieron ser una de las figuras más representativas dentro de la poesía norteamericana del siglo XX.
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Plath creció en el auge de la cultura popular. A menudo hacía referencias a películas comerciales. Escribió: «¿Acaso mi deseo de escribir no se debe a mi tendencia infantil a la introversión, puesto que crecí en el mundo fantástico de Mary Poppins y Winnie the Pooh? ¿No me aisló de la mayoría de mis compañeros de colegio?». Sus compañeros de clase se daban cuenta de la distancia que marcaba Plath dentro del aula, pero cuando era su turno de participar, desbordaba un conocimiento práctico y eficiente. Anne Sexton fue su compañera, poeta que retrató la experiencia de ser madre.
Robert Lowell fue su profesor, poeta que seguía las mismas reglas de escritores como T. S. Eliot; cuando este entró en un hospital psiquiátrico debido a sus enfermedades mentales, encontró en la belleza del lenguaje una manera de traspasar su anécdota a algo más íntimo. Para Sylvia era muy importante la opinión de Lowell sobre sus poemas.
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La tranquilidad que se respira en una soledad elegida desde la comprensión y el amor individual se traspasa a todas las cosas que hacemos.
Siendo cinéfilos y portando dicha enseñanza de vida, nos gusta ir a la sala de cine solos, disfrutando algo que nos haga sentir identificados, ver una mirada y analizarla. Pero compartir nuestras experiencias cinéfilas y abordar una comprensión en torno a un largometraje desde el acompañamiento, nos hace disfrutar y, probablemente, comprender mejor la obra. Sylvia era partícipe de esto último. Todas sus salidas al cine fueron en conjunto con sus amores. Nos preguntamos si solo era un pasatiempo sin un estudio de lo que vio o si hubo una conversación de por medio. La respuesta la tenemos en sus diarios después de haber visto la OBRA, en mayúsculas, cinematográfica del surrealismo: Un perro andaluz, de Luis Buñuel: «Notas sobre una película experimental: una película chocante, sexo y sadismo».
Después, Plath describe secuencia por secuencia lo que vio. Es interesante saber que a la poeta no le gustó el primer proyecto de Buñuel, quien en ese momento estaba experimentando con la cámara gracias a un préstamo económico de su madre. Buñuel salía de la Generación del 27. Odiaba y amaba la poesía de Federico García Lorca.
A Lorca le interesaban las luchas sociales y la historia. Estos mismos intereses los encontramos en Plath.
En una entrevista que le realizó la BBC en la radio, además de la lectura de algunos de sus poemas, mencionó que la historia de Napoleón y los archivos históricos eran fundamentales en su sensibilidad e interés como escritora. Por esto se maravilló con los largometrajes de Sergei Eisenstein, que son registros de distintas épocas y culturas.
El surrealismo propuso algo de las páginas del padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, que fue la “escritura automática”, en donde los y las artistas debían escribir aquello que soñaron o todo lo que se le viene a la mente, haciendo así una nueva manera de la palabra escrita. Plath no usó la técnica como tal, pero sí se basó en las imágenes oníricas para darle sentido a sus malestares crónicos de la mente. Lo leemos en el poema: “Canción de amor de las muchachas locas”, el cual dice: «Cierro los ojos y el mundo todo muere; subo los párpados y ha vuelto a nacer. (Creo haberte creado con la mente)».
Muchos consideraron que el cine puede tener el mismo peso que la literatura a partir de la Nueva Ola Francesa y la filmografía de Buñuel, uno de ellos fue el escritor argentino Alan Pauls. No es de extrañar que los escritores a menudo comparten este sentimiento.
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Sylvia descubrió a Charlie Chaplin, a Orson Welles, amó el suspenso de Alfred Hitchcock. Cinéfila aventurera que se alimentó del cine de los 50, en donde hubo diversidad del cine estadounidense, francés, japonés, sueco y ruso.
Se unió a la Film Society. Veía tres películas por día mientras estudiaba, debido a una beca, en Cambridge. Amó el cine. Su poesía es visual.
Quisiera escribir un final cerrado, casi como un cuento, pero recuerdo lo que alguna vez comentó Julio Cortázar: «La novela es como una película o viceversa, porque todo final en ambas es un final abierto».
Claro, no es exactamente lo que dijo, tengo una memoria con ciertas fallas, mas como cualquier proyecto de Akira Kurosawa, quien también era del gusto de Plath, recreo una historia a través de una espada, como aquellos icónicos siete samuráis.
La conexión entre poesía y cine seguirá existiendo en el sentido que ver una película ayuda a escribir. Leer un poema ayuda a ver y hacer una película. Conocer historias ayuda a darle un sentido a nuestra vida. Transitamos de un arte a otro para encontrar aquella fuerza y distracción para crear.
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Siguen apareciendo datos nuevos sobre Plath. Nos acercamos a la autora a partir de su registro y recuerdos. Hay un borrador de una segunda novela que escribió, titulada Doble exposición. Posiblemente un día leamos sus primeras páginas. Posiblemente no. Murió Godard. Mueren los y las grandes poetas. Leeremos poemas. Y conforme pasen los días, seguiremos en el cine. Conforme pase la vida, Sylvia Plath seguirá existiendo.