SUCESOS
Por: Alondra Flores Estrada
De las grandes estafas reproducidas en el vivir público está la automatización: el proceso mediante el cual la industria tecnológica se adueña de manera arbitraria del ocaso humano, de su rutina, de sus trabajos. Este mito colectivo se alimenta del pánico y del miedo al reemplazo.
El proyecto vacacional de un profesor de Dartmouth, Johan McCarthy, al tratar a las máquinas como inversiones que, por medio del lenguaje, fueran tan inteligentes como el humano, sorprendieron a su época. El vaivén de emociones significaba la lucha por el apoyo consciente a labores que de por sí ya eran pesadas para la sociedad de finales de los años cincuenta del siglo pasado.
La inteligencia artificial (IA) generativa se ha tambaleado por la ola de despidos, la dramática caída de las criptomonedas e, incluso, la agitación de redes sociales como Twitter. Pero, a pesar de las sombras malignas de algunos inversionistas o tratos con empresarios, la IA está en su mejor momento.
El auge actual de todo lo relacionado con ella fue catalizado por los avances en el área conocida como “aprendizaje automático”, es decir, el entrenamiento a computadoras para realizar tareas con base en ejemplos, auxiliando a la cero dependencia de las máquinas a la programación por parte del humano.
Los primeros trabajos se centraban con frecuencia en resolver problemas matemáticos bastante abstractos. No pasó mucho tiempo antes de que la IA empezara a mostrar resultados prometedores en tareas humanas. Las invenciones de cientos de investigadores apoyaron la compresión del lenguaje y cómo este inspiraba mayor importancia en el procesamiento del tiempo (una mejora circunstancial a tareas que le llevaban horas hacer a una persona).
En resultados, las mejoras a la tecnología —cuyo combustible era el “aprendizaje profundo” (deep learning)— iba siendo cada vez más notable. Estudiosos de la International Business Machines (IBM), Microsoft y Google unían sus resultados, demostrando que el deep learning alteraba de manera positiva la percepción de la maquinaria y, por ende, los adelantos al hardware eran continuos.
La reacción positiva ante el avance tecnológico fue puntual, los precursores de la IA y los científicos apoyaron el ideal de McCarthy. El futuro era palpable y los algoritmos bien diseñados representaron el ejemplo. Basta decir que entre emoción y festividad, los escépticos protestaban ante el gran paso de lo manual a lo automático.
Herramientas como el generador de texto de OpenIA o el creador de texto a imagen de Stable Diffusion consiguen el lenguaje textual, absorbiendo cantidades exorbitantes de datos, analizando patrones mediante redes neuronales y devolviéndolos de forma sensata. El ChatGPT se nutre, principalmente, de internet, de un número incalculable de libros que permiten resolver las preguntas o redactar contenidos a partir de indicaciones directas de usuarios.
Los inversores babean, mientras que escritores, fotógrafos y demás artistas visuales están preocupados. Un chatbot es, según muchos, rentable en comparación de un humano. ¿Por qué pagar a un ilustrador por una imagen cuando Dall-E puede hacerlo gratis?
Y este es quizás uno de los grandes desafíos: la visualización humana ante la llamada “horda de la inteligencia artificial”. La separación de ambos papeles es imposible ante la demanda de la puntualidad en las tareas; somos impactados todos los días por corporaciones que adaptan su itinerario a la sabiduría del ChatGPT o cualquier otro tipo de IA generativa (en un futuro tal vez los creadores de contenido no sean los únicos preocupados).
Prospección… pese el incremento de corporaciones interesadas en la adhesión de chatbot de Open IA, como Salesforce, Microsoft y Meta. Algunas otras están incursionando en el negocio de las herramientas generativas, cuyos propósitos son la verificación de fuentes y la jerarquización con base en las necesidades puntuales del usuario. El destape de DuckDuckGo como el nuevo motor de búsqueda con estas facilidades precipita la guerra entre empresas de tecnología.