Aniversario 76 de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García
Certamen de Géneros Periodísticos, Fotografía, Audiovisuales y Cuento
Primer lugar artículo de fondo maestría
Por Hugo Roca Joglar
Anton Bruckner (1824-1896) era inseguro con la música que creaba. Compartía borradores de partituras con gente de su confianza. Los comentarios que recibía lo llevaban a emprender revisiones exhaustivas. Las reseñas críticas sobre sus obras lo sumían en prolongados lapsos de abatimiento y duda durante los cuales las modificaba. Varias sinfonías suyas tienen múltiples versiones. Actualmente entre directores, musicólogos y público suele existir un consenso en torno a que las ediciones originales son las más interesantes. La inseguridad de Bruckner con respecto de su genio es una de las grandes incógnitas en la historia de la música.
Desmontar piezas claves de este enigma quizá puede comenzar con su contexto: el sinfonismo alemán, que comenzó con Beethoven, desarrolló Mendelssohn y Schumann abrió hacia el temperamento de nuevos compositores ávidos de narrativas desmesuradas tanto en intensidad expresiva como en extensión. Desde un punto de vista musical, Bruckner encaja ahí: entre los románticos alemanes de la segunda mitad del siglo XIX, al lado de Brahms.
Sin embargo, Bruckner no era alemán, sino austriaco, al igual que Schubert. Por más afinidad estilística que sintiera, ¿quizá el peso de buscar su lugar en una tradición ajena lo hacía sentir como un advenedizo? Si fue así, ¿por qué no acercarse entonces al legado de Mozart, el más ilustre compositor austriaco?
Bruckner era un católico ferviente. Mozart, un sibarita. Bruckner nunca se casó y en sus últimas cartas, escritas cuando tenía más de 70 años, afirmó que uno de sus grandes orgullos era el hecho de que moriría virgen. Mozart, durante sus primeros veintes, escribió poemas con indicaciones sobre cómo lamer un clítoris mientras con el dedo se estimula el ano. Bruckner nunca escribió óperas porque, al ser teatro con música, lo consideró siempre un género pagano. Mozart fue un célebre operista porque su imaginación dramática tendía hacia la representación escénica.
Sin embargo, coinciden en algo: ambos dedicaron a la sinfonía esfuerzos cumbres de su obra. Aunque se trata, claro, de experiencias sonoras diametralmente opuestas. Las sinfonías de Mozart transmiten burbujeo, erotismo y ligereza (están atravesadas por una permanente sensación de lúdica sensualidad). Las sinfonías de Bruckner transmiten densidad, contención y sufrimiento (están atravesadas por una sensación permanente de místico y arduo sacrificio).
Es aquí donde podría plantearse la cuestión sobre si Bruckner se contradice: ¿por qué volcarse hacia dotar de influjo sacro un género pagano como la sinfonía? Sobre si Bruckner quedó atrapado en una íntima condena a la amargura: ¿no es un esfuerzo irremediablemente destinado a la frustración y al agotamiento? Sobre si Bruckner no llevaba dentro de sí a su peor enemigo: ¿y si mientras escribía para Dios tenía sueños secretos sobre teatro?, ¿y si mientras ante sus amigos se jactaba de célibe tenía una vida oculta, imaginada o encarnada, en donde una y otra vez cometía el pecado al que sus creencias denominaban fornicación?
Preguntas sin respuestas. Aunque no resultan ociosas. Plantean enigmas que buscan dirigir luz hacia el único lugar que importa: la música tan brillante como dolorosa que un compositor atormentado por inseguridades creó para la humanidad.
Un juicio crítico hacia Bruckner desde la actualidad debe adoptar una postura contemporánea: empatizar con su precaria salud mental y redescubrir su arte entendiéndolo víctima de tradiciones agresivas e intolerantes, como el fanatismo religioso: ¿que lo hizo sentirse despreciable por tener un cuerpo? Como el sinfonismo alemán: ¿que lo hizo sentirse un impostor? Como la academia: ¿que lo hizo sentirse incapaz en cuanto se apartaba de las reglas?
Tracemos entonces una perspectiva consoladora: imaginemos a Bruckner durante su agonía. Vivió enfermo los últimos diez años de su vida, que dedicó en gran medida a escribir su última sinfonía, la Novena. Completó los tres primeros movimientos. Murió mientras trabajaba en el cuarto, del que sólo escribió pasajes fragmentados en particellas.
La historia tradicional de la música tiende a lamentar el hecho de que su obra final quedó inconclusa.
Quizá es tiempo de imaginar una solución distinta.
Que la muerte le impidiera a Bruckner terminar su Sinfonía núm. 9 es una buena noticia. Significa que por primera vez en su vida no tuvo tiempo de dudar. Ya no pudo corregirse desde la mirada de los demás. En esa obra tenemos el privilegio de escuchar el flujo natural de su instinto. La relación más directa que sostuvo con la divinidad.
Su voz más real.