Cuento: Tercer lugar
Por: Elizabeth Santiago Reyes
¿Cuándo comienza el acto de vomitar? Al ingerir los alimentos, siempre se tiene la decisión de poder desecharlos sin siquiera terminar de procesarlos. Siempre está esa posibilidad.
Ahí, podría iniciar todo esto, pero hay acciones que no inician por decisión propia, vomitar es asqueroso, vil, duele porque interrumpe el curso original del metabolismo. Vomitar es un acto que posterior a realizarlo, se requiere de valentía. Porque, más allá de enfrentarse al líquido que ha salido del cuerpo, se debe enfrentar a dos grandes problemas: los ojos llorosos y el sabor fermentado que deja en la boca. Cuando se deja de vomitar, entonces pueden pasar dos situaciones: llorar con la boca sabiendo a mierda o lavarse la boca mientras se llora.
Ella, después de haber vomitado a la 1:16 de la madrugada, no hace ninguna de las dos. Porque sí, el vómito la despertó y la obligó a levantarse de su nido de cobijas para evitar morir ahogada.
Su instinto de supervivencia dio lo mejor de sí, sin correr, para evitar despertar a su hijo en la recámara de al lado y a su esposo durmiendo en el cuarto más lejano del baño; logró abrir su puerta, la puerta del baño y vomitar directamente en el agua del inodoro.
Una, dos y tres arcadas. Tuvo que esforzarse para sacar todo lo que había comido en el día que sólo había podido ser en el desayuno: un plato de hígado de res, dos huevos duros y verduras.
En total: 10 minutos. En esa sexta parte de la hora, en su minúsculo medio baño del departamento de planta baja, vomitó.
No había nada refinado: su ropa no la manchó por suerte, su cuerpo no se rindió, su cansancio no dejó que se pusiera de rodillas; ella vomitó de pie.
Al salir del baño, se lavó las manos en su lavabo mal colocado; no se pudo ver en el espejo porque decidió guardar todo el silencio visible y sonoro para que su familia descansara.
Se enjuagó la boca, se dirigió a su cuarto y se acostó en su cama.
Su hija, sin ningún miedo, abrió la puerta de madera falsa, se quitó las pantuflas y se acostó a su lado abrazándola.
La más joven se aferró a su espalda llorando.
Porque cuando alguien vomita, una persona debe escoger el ritual de llorar con la boca sabiendo a mierda o lavarse la boca mientras se llora.
Y, la hija, estaba con un regusto asqueroso en el paladar que la perseguía desde hace días cuando su mamá dijo que no podía comer chocolate ni canela, cuando mencionó su cita en el médico, cuando la vio llegando a casa con sus medicinas; sin embargo, ese no era el mayor problema, el que sí reconocía como tal es que poco a poco dejaba de ver a su madre.
El cabello se le comenzó a caer, la fuerza se alejaba asustada de su cuerpo, los pantalones de talla 9 los tuvo que cambiar a unos del 5, veía videos de autoayuda… Ella no era su madre.
No era la madre que a sus 7 años le enseñó a andar en bici, no era la hermana que le dio hospedaje a su hermano, no era la hija que salió a los 9 años de su casa para trabajar, no era la mujer que portaba su feminidad con orgullo…
Ahora era la mujer con vergüenza de no tener cabello, ahora era la trabajadora que debía bajar la carga, ahora era la que se despertaba temprano para ir a una nueva prueba sanguínea, ahora era la que recitaba con ahínco mensajes de la Biblia y coaching.
Ya no era su madre, pero en ese abrazo eran una familia en agonía, feligreses pidiendo un milagro, humanos en duelo por la salud, personas con miedo al futuro, mujeres doliendo su feminidad. Eran madre e hija encontrándose ajenas a lo que habían conocido y eso era lo que más miedo daba.
Porque, en esta madrugada, la hija lo tuvo que admitir en un susurro cuando escuchó la respiración de la otra calmarse y caer regularmente en el paso de los sueños: Mamá tiene cáncer.