Por: Daniel Méndez
En ocasiones la vida del periodista es difícil, complicada y solitaria. La imposibilidad de estar quieto nos orilla a la nula interacción, pues la mente siempre se centra en informar y explorar.
Pensar en qué decir, qué investigar, qué informar, estas preguntas constantes suelen frustrar a los periodistas, sobre todo porque en esta era parece que ya se ha hablado de todo. Cuando suele aparecer una idea de un buen reportaje inmediatamente el internet la derrumba, pues basta con una breve búsqueda para darse cuenta que la novedosa investigación que se tenía planeada no era tan impresionante.
De esta manera, el periodista se está forzando así mismo a analizar siempre su entorno. No se puede disfrutar una reunión pues se analiza cada una de las pláticas con la intención de encontrar el hilo negro. Sucede lo mismo cuando se deambula por las calles, siempre distraídos, nunca fijan la mirada en la banqueta, los ojos buscan entre edificios y autos la historia que le genere la intención de investigar. Y así pasa con absolutamente todas las actividades; leer un libro, ver una película, practicar algún deporte, etcétera
Pero bien se dice que las cosas no deben forzarse en demasía, pues todo llegará en el momento adecuado, y así sucedió con la búsqueda, planeación y desarrollo del siguiente reportaje.
De la mente a la tecla
Mi vida, en prácticamente todos los días de noviembre, había estado más deplorable, insoportable y asqueada de lo usual, pues distintos malestares físicos me habían orillado a someterme a cuatro operaciones para mejorar mi salud, pero estas intervenciones aparentemente solo lograron desgastar la poca serotonina que había en mi cerebro.
No había nada que me motivara a moverme del sillón café de mi sala, no podía salir de mi casa pues seguía convaleciente, la única forma de hacer menos insoportables las horas era atascando mis ojos con la televisión. Pasaba los canales uno tras otro, después de dos o tres horas de noticias mi cabeza quería dejar de pensar por lo cual me centraba en buscar una película medianamente interesante.
Una tarde buscando por los canales de la televisión pública, me fui a topar con una película mexicana que había visto ya hace tiempo atrás El mil usos, filme de 1981, protagonizado por el actor Héctor Suárez. Mentiría si dijera que decidí ver el largometraje porque no había otra cosa, pues para ser sincero soy un gran amante del cine nacional del siglo pasado, ya que siempre me ha gustado deleitarme con las escenas de una ciudad que no tuve la oportunidad de conocer; en fin, los albures las vecindades y los coches antiguos se iban haciendo presentes en la historia, en un giro de trama nuestro protagonista termina trabajando como ayudante en un baño público del entonces Distrito Federal.
Al momento de ver el lugar donde nuestro protagonista desempeñaba distintas tareas de servicio mi mente se iluminó. “Baños públicos”, de inmediato me vino a la mente la imagen de un edificio viejo de mi colonia el cual nunca vi abierto y en alguna ocasión paseando con mi abuela recuerdo haberle preguntado –¿qué había ahí?–, a lo que ella respondió –unos baños–. Tal recuerdo hizo eco en mi cabeza, ya que posiblemente había encontrado el tema piramidal de mi siguiente investigación.
El tiempo pasó, la película se terminó, de este modo las preguntas comenzaron a hacerse presentes. Me centré en recordar si alguna vez había escuchado a alguien hablar sobre los baños públicos de la Ciudad de México, pero no de esos baños a los que pasa a uno a hacer sus necesidades fisiológicas, sino aquellos donde la gente iba a enjabonarse, a platicar o tomar algo, tal y como lo vi en la película.
De esta forma es como decidí acudir a los padres de mi madre para hacerles unas cuantas preguntas relacionadas con el tema, pues sentía que gracias al tiempo que ellos vivían en la ciudad me podrían aclarar cierta información para así comenzar de lleno con el reportaje.
Los recuerdos
“Pues yo me acuerdo que antes las personas no tenían acceso directo al agua potable, por eso las familias se iban a bañar juntas. Pues de hecho cuando yo iba a la primaria recuerdo tener compañeros que no tenían regaderas en sus casas entonces cuando no se bañaban a jicarazos se iban todos juntos a los baños.”
¿Bañarse en grupo? La idea de bañarse enfrente a los demás miembros de una familia me pareció algo descabellada, pues vista desde mi privilegio era algo inimaginable. Pero también me di una idea de las complicaciones que vivían los habitantes pioneros de esta ciudad.
“Yo recuerdo haber ido varias veces cuando era niña, lo que si no recuerdo es haber ido por mucho tiempo, pues mi papá puso tiempo después una regadera en mi casa.” Hasta ese momento por lo que había escuchado, los baños solo eran utilizados para darse un baño. Pero las anécdotas de la abuela me mostraron que en los baños también se podía tomar un baño de vapor, cortarse el cabello recibir un masaje o solo tomar algo.
(El mismo día que visité los “Baños Colonial”, platiqué con la recepcionista Lourdes, ella tenía más o menos la edad de mi abuela, y prácticamente todo lo que me comentó mi abuela respecto de los baños de vapor, la señora Lourdes lo confirmó. Esto me hizo caer en cuenta que la situación en la ciudad de aquel entonces era muy parecida en casi todas las zonas que se encontraban en desarrollo).
Con la señora Lourdes, la cual lleva trabajando 10 años en el lugar, pude saber que el negocio no va para nada bien, pues asegura que lo que se paga por la entrada apenas alcanza para mantener el lugar y no para generar ganancias.
“Es porque los dueños originales no se han adelantado, nada más por eso el negocio no se cierra. Pero esperemos que nunca se mueran porque si no yo me quedo sin trabajo.”
Parte de la historia citadina
Antes de la llegada de los españoles a la Ciudad de Tenochtitlan, los mexicas ya tenían una estrecha relación entre la higiene y los baños públicos. Pues se decía que el Tlatoani Moctezuma Xocoyotzin solía bañarse a diario. Por otro lado, los “visitantes” europeos no tenían arraigado el aseo, ya que en España solían ver al baño como una molestia. Pues en las casas adineradas era común que cuando los habitantes querían tomar un baño era necesaria la labor de todos los sirvientes de la vivienda, lo cual significaba un gasto de tiempo y recursos. Y en las casas de clase baja ni siquiera se construían baños.
En los diferentes escritos cronológicos sobre la ciudad de los palacios aparecen desde 1799 los llamados “Baños públicos”, en aquel año donde el Virrey regente era Miguel José de Aranza Duque de Santa Fe, los baños “Doña Andrea” abrían sus puertas en el número 10 de la calle Filomeno Mata (donde hoy se encuentra una corporación dedicada al café de chinos), tal acontecimiento se convertiría en el inicio de una relación entre estos establecimientos y la vida social de la Ciudad de México.
Ya para mediados del siglo XIX, el número de estos establecimientos aumentó, principalmente en la zona centro del Valle de México como los “Baños del Doctor Tirón”, llamados así gracias al apellido y profesión del propietario. Éstos conocidos baños medicinales estaban ubicados en la calle de Francisco I. Madero.
Los establecimientos eran recurrentes entre bañistas que querían liberar el dolor o el estrés por medio de un “vaporazo”. Pero, ¿originalmente de dónde viene eso de meterse a un baño a sudar? Esta costumbre se le atribuye principalmente a los griegos, los cuales pasaban largas sesiones en el vapor, producidas de echar agua en trozos de hierro caliente. Ya para el auge del Imperio Romano, los habitantes de las metrópolis imitaron a sus predecesores helenos, aunque ellos comenzaron a darse duchas frías después de las sesiones de vapor. También solían depilarse, rasurarse y ser masajeados por sus esclavos. Siglos de conquistas después, los turcos fueron los encargados de mantener viva la costumbre. Por otra parte, los baños de la Ciudad de México aún comparten costumbres y conductas de los temazcales prehispánicos.
Por ahí de 1887 se instaló el primer baño turco en la ciudad conocido como “El Hamman”, este novedoso sitio fue instalado en la alberca “Pane” (otro lugar icónico y poco recordado de la ciudad). En una de las paredes de la alberca pública antes de ser demolido se podía leer: “El que lo toma una vez no lo deja de tomar jamás: es el baño ideado por Epicuro soñado por Nerón… en esta Ciudad de México en donde se necesita una vida artificial para no morirse temprano, hay ya un medio seguro de prolongar la existencia y para alegrarla dulcemente…” Los baños citadinos pasaron a ser parte del estilo de vida.
Los baños de vapor del hotel “Regis” eran icónicos, algunas de las personalidades que desfilaron por sus azulejos eran los actores Víctor Aguilar y Víctor Alcocer, así como figuras de la política mexicana. También los deportistas disfrutaban de estos lugares, tal es el caso de Blue Demon,quien era visitante recurrente en los baños de vapor “La Playa”. Y mucho menos olvidar el caso del cronista Carlos Monsiváis, quien era un asiduo visitante a los baños de ambiente “Rocío”, ubicados en Calzada de Tlalpan. O como el caso de los famosos saunas de la Peralvillo, donde se filmaron escenas de la película Perro callejero con Sebastián Trujillo.
A partir de que Francisco I. Madero implementó el drenaje en la capital, la afluencia en estos sitios disminuyó, pues ya era más común que la gente tuviera regadera en casa. A pesar de los avances tecnológicos el número de baños de vapor aumentó, en los años sesenta del siglo pasado habían alrededor de mil 500 en la capital.
Un factor que disminuyó la clientela fue que el gobierno de la ciudad tuvo la iniciativa de construir un sistema de drenaje para proveer de agua potable a los habitantes de la urbe en desarrollo. Para 2020 apenas se tiene registro 180 establecimientos de este tipo.
Visitando un baño, crónica
Era la mañana del lunes 3 de enero, el año recién empezaba y quería poder hacer algo distinto, algo que no solo me llenara interiormente, sino algo que pudiera contar, algo que me hiciera sentir un comunicador útil.
La mañana estaba nublada, el sol apenas se asomaba y yo venía en el auto. Eran las 11 de la mañana, Avenida Revolución era la ruta elegida para llegar a los “Baños Colonial”, ubicados a un costado de la plaza de San Jacinto, por los rumbos de San Ángel, esa parte del poniente de la ciudad que tanto frecuento.
Casas, edificios y comercios de estilo colonial, tan característicos de esa zona de la delegación Álvaro Obregón amurallaban el establecimiento en el que se podía leer: “Por reapertura promoción en baño general.” La entrada era de madera ya con el barniz algo gastado, sin saber qué hacer, me acerque al aparador principal.
Delante de mí entró un señor acompañado de un joven, ellos me dieron algo de tiempo para pensar en lo que iba a decir, mientras me acercaba a la recepción mis ojos chismosos se percataron que en el lugar también había una pequeña barbería, una barra de chucherías y hasta salita de manicure. También aproveché para parar la oreja y así poder escuchar los precios y recomendaciones.
Llegué a un aparador donde se vendían artículos de aseo personal, desodorante rastrillos, cepillos de dientes, etcétera, en el estante alumbrado por luces viejas se encontraba una mujer de edad avanzada. Con la voz algo temblorosa le dije: “Buenas tardes, es la primera vez que vengo y quiero ver la posibilidad de que me oriente para poder elegir el baño adecuado para mi.”
La mujer se mostró muy abierta a explicarme los diferentes paquetes, el vapor general tenía un precio de 85 pesos, dude si elegir esa opción pues traía mi cámara y no quería causar problemas. El baño turco privado costaba 100 pesos, ésta fue la opción escogida. Yo no tenía la menor idea de cómo funcionaba eso del vapor.
¿Jabón, zacate y shampoo? Me preguntó la recepcionista. La verdad yo ya venía preparado pues en una mochila ya traía mis artículos, pero como quería vivir la experiencia completa le dije, sí a todos los extras. Me entregó un boleto que tenía el nombre de mi paquete y el nombre baños colonial.
Aquí, así como vas a la derecha están los baños, pásale, que lo disfrutes. Cuando salgas me recuerdas para darte un calendario. Siguiendo el olor a eucalipto y limpiador de pisos deje atrás la recepción para aparecer en un pasillo largo, con un ventanal al fondo de donde se asomaba el sol. Puertas a manera de cubículos hasta donde la iluminación me permitía ver.
Las paredes eran rosas y amarillas, las losetas que siempre he comparado con la gelatina de mosaico lucían la poca blancura que les quedaba. Caminaba curiosamente por el pasillo con mi boleto en la mano. Deambulando fui a dar con dos trabajadores acostados en un bonche de toallas blancas. Uno le dijo al otro, “cámara wey,voy a prender la caldera, ahorita te veo”. El otro se levantó rápidamente y un poco apenado me pregunto si ya había encontrado mi vapor. Por mero instinto le entregué mi boleto y sin que saliera una palabra de mi boca, él me guio con un “por acá, joven”.
El hombre de no más de 30 años me acompañó unas puertas atrás, junto a un altar de la virgen con luces navideñas. Empujó la puerta de metal pintada de rosa y me dijo que le pasara. Al abrir la puerta me encontré con un vestidor forrado de azulejos verdes y rojos, mitad y mitad. En el cuarto también había un espejo excesivamente grande para aquellos más vanidosos, también había dos camastros algo desgastados, sobre ellos descansaban unas toallas, a estos muebles también le hacían compañía un lavabo arrinconado y una puerta de aluminio algo misteriosa.
–¿Le traigo algo de tomar? –me preguntó.
–¿Qué tienes para beber?
–Pues tengo jugos de naranja, preparados de tehuacán, preparados de sangría o ya más acá, una cervecita –comentó con una sonrisa evidente, pues llevaba cubrebocas.
–¿De a cómo está la sangría?
–35, joven.
Mientras el trabajador se fue, aproveché para inspeccionar mi “cubículo” y acomodar mis pertenencias. Cuando apenas me estaba desamarrando las agujetas tocaron a mi puerta, era mi bebida.
–Ahorita que acabe me la paga, ¿necesita otra cosa?
–Sí –respondí.
–Explícame cómo funciona todo, es que es la primera vez que vengo.
Sin ninguna mueca de disgusto, se acercó a la puerta de aluminio que había permanecido cerrada.
–De este lado está la zona de la regadera.
Entramos a una habitación del doble en dimensiones en comparación con el vestidor, en la cual lo primero que se veía era una banca de algo así como mármol, sobre esta plancha había una tina de plástico barato y una manguera. En la esquina había una regadera que contaba con agua caliente y fría. De manera paralela estaba un WC verde, como de casa de abuelitos. Una vez llegamos al final de la habitación a mano izquierda había otra puerta tenebrosa.
–Acá adentro está el turco.
Entramos a la habitación más pequeña de mi baño, el joven metió la mano en un agujero que se encontraba en una de las esquinas de la habitación.
–Aquí está la llave para el vapor, le va moviendo hasta donde su cuerpo aguante.
Sorprendido por lo que acababa de ver le di las gracias al joven, me comentó que cualquier cosa que necesitara le gritara por su nombre, Julio.
Ahora sí, estábamos nada más el cochambre, el vapor y yo. Me desprendí de las prendas que encarcelaban mi cuerpo para dar paso a la experiencia. Vacíe la espumosa sangría haciendo uno mismo a los hielos, el limón y el chile en polvo en mi bola de vidrio.
Hice sonar las bocinas de mi celular con algo de música y comencé a hacer usos de todos los servicios de mí vapor. La sensación era algo extraña al principio pues creo que nunca me había bañado en una habitación tan grande. Después de un rato de goce comencé a sentirme un poco culpable por mi gasto de agua, pues a pesar de que no habían sido cientos de galones lo que había desperdiciado, la moral me obligó a ponerle fin a mi experiencia.
Un poco a las prisas comencé a colocarme de nuevo mis prendas, debido a que ya se escuchaba mayor afluencia en el establecimiento, le hablé al joven para pagarle la bebida e informarle que ya me iba.
Agarre mis cosas y después de tomar unas cuantas fotos a los despistados me marché del lugar con una sonrisa de oreja a oreja, no solo por haber comprobado las propiedades relajantes del vapor, sino porque me lleve una grata sorpresa de que las cosas no hayan cambiado. Todo está tal cual me los describieron mis abuelos, los libros y las películas
Y me quedaré con las palabras de la señora Lourdes, la recepcionista, al decir que los baños de vapor es una de esas tradiciones que si vale la pena seguir practicando. Y vaya que es cierto, pues en un lapso de dos horas descubrí una nueva manera de ser feliz y poder conectar con la identidad citadina que corre por mis defectuosas venas. No sabía lo que era bañarme hasta que fui a un baño público.