Por: Frida Diana García
En la alcaldía Cuauhtémoc, en la Ciudad de México, se encuentra un mercado que lleva puesto el nombre de una de las mentes musicales más brillantes y famosas de todos los tiempos: Beethoven.
Pero este mercado no vende instrumentos musicales, ni partituras, ni maestros de orquesta sinfónica, ni el talento que se necesita para dirigir las piezas del ilustre alemán. Mercado Beethoven le rinde homenaje a su nombre con el cotidiano romanticismo que el comercio mexicano posee entre sus manos morenas.
Mi primera parada la hago en la pollería “El Gallo Feliz”, su construcción de lámina y concreto se muestra adaptada a nuestros tiempos con su terminal para tarjetas bancarias, sistema Mercado Pago y Bazz. Sus clientes también parecen ser de 2022, tal vez incluso de un futuro utópico, pues un hombre con un recién nacido en brazos pide un kilo de esto y medio de aquello. La escasez de cambio y el aumento de precios tapando los viejos en cartulina fosforescente también se sienten muy actuales. “Coma pollito y llegará a viejito”, se lee en una lona, a su lado una piñata de pollo con sombrero vaquero decora el lugar. Cuando el amarillo del local empieza a cansarme la vista, uno de los polleros me despide con una paleta enchilada en forma de pollo.
En “Pescadería Miguelito” el pescadero corta un salmón con tal precisión y tal arte que tiene a su alrededor a cinco personas admirándolo. No se sabe para quién es el salmón, pues los diez ojos por igual expresan una gran felicidad y fascinación. El pescadero retira las escamas lentamente, casi una por una como si su cuchillo fuera una noble espada, saca la lengua y entrecierra los ojos para demostrar que no es fácil.
Incluso entre los locales hay locales andantes, andantes entre los pasillos. Un joven en silla de ruedas, con una charola incrustada a los reposabrazos, vende dulces: “Chocolateeees, paletaaaas, chicleeees, de a pesooo, de a treees y de a cincooo”, anuncia.
“Frutería Doña Mari”, se lee en letras enormes, pero no puedo encontrar exactamente quién es Doña Mari. La chica que atiende es muy joven, se nota en su piel lisa, su mirada despierta y en lo abrumada que se siente frente a tantos clientes. Dos hombres, a quienes llama “papá” y “carnal”, le ayudan a cargar la fruta, pero es ella quien se encarga de las cuentas y de resolver las dudas estúpidas de quien no lee los precios. No sé quién es Doña Mari, en dónde está, si en realidad es esa chica inexperta, pero un letrero detrás de ella me contesta una pregunta totalmente diferente:
“‘Hoy voy a trabajar’ con Ánimo y Entusiasmo, Al Cliente Atenderé Excelente y A Mi Sr. Jesucristo (Jesucristo en letras doradas) le Pido Fé, Alabanza y Gozo. Que Bendiga mi Negocio.”
Mi abuelo, en sus tiempos de maestro, decía que una manzana podrida era suficiente para pudrir a todo un barril, sus palabras vienen a mi memoria cuando me doy cuenta que casi todo el jitomate de a 12 pesos el kilo tiene manchitas de moho. “Pues nada más le cortamos esos pedacitos”, le dice una mujer a su esposo, el cual la mira con preocupación. La verdulería no tiene nombre, solo la muestra de que la prohibición de bolsas de plástico quedó en el olvido y un verdulero muy coqueto.
En uno de los pasillos que divide al mercado del exterior, Crónicas el Cordee, un grupo de cronistas populares, da una muestra cultural para “levantar la memoria histórica”. Entre fotos antiguas de las familias comerciantes, un pequeño teatro de tubos pvc y tela negra es la ventana para unshow de marionetas, de la mano de la música del mismísimo Beethoven. Un hombre al lado del telón toca la Quinta Sinfonía en una melódica desafinada, entre el lúgubre fragmento, el chirrido del instrumento y una marioneta sacada de las pesadillas de Tim Burton, los infantes más pequeños lloran. Si le agregamos los cláxones del tráfico de afuera y los ladridos de los perros callejeros, solo puedo agradecer que Schroeder exista en las tiras de Snoopy y no en este momento.
Para el segundo acto, una marioneta más amigable da una breve biografía del ya nombrado artista, pero los pequeños se durmieron después del llanto o se distrajeron en otros juegos. Por último, dos muñequitas, una blanca y otra negra, bailan al ritmo del Himno de la Alegría, al final sostienen un letrero que dice “Alto a la guerra”, nadie sabe decir si la de afuera o la de adentro; al final se besan, nadie sabe decir si en la mejilla como amigas o en los labios como amantes.
Para concluir el performancede Crónicas en el Cordee, una cronista que cuenta historias a manera de parodia, utiliza la música de El Fantasma de la Ópera para hablar del mercado. Su voz es desafinada, pero la letra original, habla de cómo tras perderlo todo en una granizada de 2014 las familias comerciantes se unieron para empezar desde cero.
“MercaAaAaAaAado de lucha sociaAaAaAaAal.”
Canta imitando un tenor. Los comercios de alrededor le aplauden con chiflidos, y con ese instrumento humano, desde el trabajo y la tradición, se le rinde homenaje no a Beethoven, se le rinde homenaje al Mercado de Beethoven.