POR MARÍA FERNANDA FERNÁNDEZ GALVÁN
No es un secreto que ejercer el oficio de una persona que comunica los sucesos más importantes del día a día pueda generar amenazas externas. Mientras más intereses ajenos vulneren la información que cubrimos y la fuente a la que nos dedicamos, el riesgo se incrementará. Sin embargo, hay regiones del planeta en las que los aparatos gubernamentales, las dependencias y asociaciones independientes están preparadas para enfrentar este tipo de situaciones; practicar el periodismo en México significa echarse un volado en el que por más que se trabaje para un medio reconocido y solvente económicamente o por más que se trate de ser precavido/a con la manera de trabajar, la vida corre peligro.
Según las estadísticas de Reporteros Sin Fronteras de 2021, 39 profesionales del periodismo han sido asesinados alrededor del mundo. México cuenta con un registro de siete asesinatos durante el año que recién terminó, convirtiéndose en el país más peligroso para este trabajo, incluso aún más que Afganistán, territorio que cuenta con seis decesos y vive una situación de enfrentamientos bélicos por la toma del gobierno del grupo armado Talibán. En tercer lugar, se encuentra India, con tres muertes.
A pesar de que México como tal no está en una guerra como las suscitadas en Medio Oriente y África, hay una historia que atañe al gremio, a la sociedad y al gobierno: el empoderamiento del narcotráfico. En diciembre de 2021 se cumplieron 15 años del día que el expresidente Felipe Calderón decidió que la mejor estrategia para combatir el tráfico de drogas alrededor de México y el continente (porque en ese entonces solo era el continente) sería emitir el discurso oficial para declararle la guerra a los cárteles mexicanos.
Desde que el gobierno tomó esa posición frente a los grupos de delincuencia organizada, el panorama ha cambiado: drogas de alto calibre y cada vez más peligrosas circulando por toda la república. El ejército, la marina y demás autoridades no calificadas para estar en las calles. Lo más impactante son las cifras; la muerte de más de 50 mil civiles inocentes es el total de los enfrentamientos suscitados. Los cárteles no ceden ante las bajas: cada vez son más, cada vez están presentes en más lugares y cada vez controlan más droga en otras partes del mundo, aliándose con otros grupos delictivos, mafias, etc. Por más que se ha presumido durante los tres gobiernos en transición la captura o baja de un capo importante, como el ChapoGuzmán, las sustituciones por nuevos líderes se efectúan sin inconvenientes; no generan debilidad alguna.
Cada día es más difícil pensar en la misión del periodismo como oficio para ofrecer un mecanismo de acción en la sociedad y justicia social debido al riesgo que representan estas intenciones. Hemos sido testigos de casos como el de Lydia Cacho, que a través de su libro Los demonios del Edén denunció una red de prostitución infantil en la que participaban los empresarios, políticos y delincuentes más relevantes de la época (2005). Cacho fue secuestrada a nombre de Kamel Nacif, uno de los implicados dentro de esta red que cuenta con un emporio de maquiladoras y también por órdenes de Mario Marín, exgobernador de Puebla. Durante más de una década Lydia Cacho se ha defendido a través de tribunales nacionales y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pero para ella es imposible vivir en el país que la vio nacer, y también el que denuncia. Desde que fue liberada cuenta con múltiples amenazas de muerte, violación a sus propiedades y otros intentos de asesinato.
Otro caso de esta índole es el de Anabel Hernández, que a través del periodismo de investigación y su primer libro mediático Los Señores del Narco denunció el poderío de los capos más emblemáticos en la historia del narcotráfico mexicano, como Ismael “El Mayo” Zambada y Joaquín “El Chapo” Guzmán, fundadores del Cártel de Sinaloa. A través de ese libro, que fue publicado en 2010, la audiencia pudo conocer las implicaciones extraoficiales entre policías y militares que comenzaron a combatir la guerra contra el narco y después se coludieron con ella. Las crónicas de masacres y ejecuciones ordenadas desde los altos mandos del gobierno y de distintos cárteles también se hicieron presentes en estos registros. Las amenazas de muerte y atentados fallidos en contra del trabajo periodístico de Anabel también la obligaron a abandonar el territorio mexicano y a establecer sus investigaciones y recuentos desde el país vecino, el cual también considera estas obras literarias como el periodismo de investigación que puede ayudar con la captura de distintos capos escondidos, o al menos con la difusión de las atrocidades que han cometido: Estados Unidos.
Hay quienes no han vivido para contarlo; tal es el caso de Javier Valdez Cárdenas, que después de distinto años de ser acreedor de reconocimientos por elevar la labor de libertad de expresión a través de sus libros y reportajes donde entrevista a varios narcotraficantes, las mantas y explosiones en su redacción Río Doceubicada en Sinaloa y una ráfaga de balazos terminaron con su vida en 2015. Él estaba consciente de que tarde o temprano iba a suceder, sabía que los mecanismos ofrecidos por el Estado para tratar de protegerlo no eran suficientes, ni tampoco lo era la protección con la que contaba personalmente, pero por varios años ésta fue más efectiva.
Hoy en día, Óscar Balderas, uno de los periodistas especializados en crimen y narcotráfico más importantes de México, es amenazado constantemente por su búsqueda de información en los penales de la Ciudad de México, las entrevistas a narquillosque narran sus día a día y las formas de percibir dinero por parte de grupos delictivos que van más allá de la droga y la sangre derramada, sobretodo con la toma de acciones durante la pandemia por Covid-19.
¿Denuncias a través de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos? ¿De la Fiscalía? ¿Cuál es el paso a seguir cuando ninguno de los mecanismos otorgados por parte del Estado es el suficiente para dejar de temer por nuestras vidas día con día? El gobierno actual es uno de los que más ha descalificado la labor periodística de todo tipo a lo largo de su sexenio, y estas acciones solo desacreditan y otorgan menos protección a quienes trabajan en los medios.
Si desde arriba se les desprestigia, el crimen no dudará en argumentar que el trabajo de estas personas es igual de inválido, al grado de justificar sus actos de delincuencia en nombre de las palabras emitidas en Palacio Nacional. Si no cambia la narrativa, ¿cómo esperamos que cambie la realidad? Las asociaciones en pro de la libertad de expresión y las ONG’s internacionales no bastan para revertir la realidad. El primero en preocuparse porque se atente contra quienes quieren hacer de la información algo libre debe ser el presidente de la República.
Menos de un mes ha pasado desde que inició el año. Veinticinco días. Son tres los periodistas asesinados en enero, dos en la misma semana y en una de las ciudades que más derrama sangre de mujeres, menores y reporteros que solo cumplen con comunicar la información: Tijuana no puede respirar con tantos golpes de violencia a su alrededor. José Luis Gamboa, Margarito Martínez y Lourdes Maldonado no son una cifra más que se lee en las conferencias mañaneras y se da vuelta a la página en un país que carece de la garantía a la protección y a la búsqueda de justicia. Estos homicidios son crímenes de estado, en los que personas influyentes forman parte de las escenas del crimen y las organizaciones delictivas financian los ataques. Ya basta de la censura impregnada de sangre, de los expedientes a medias y de pasar las responsabilidades a otros. No se mata la verdad matando periodistas, esa saldrá a la luz, le cueste a quien le cueste.